Ciertamente se podría decir que la voluntad política de los poderosos es una brújula para comprender esa práctica. Pero la pregunta queda así insuficientemente respondida. Porque está claro que esa “voluntad política” suele ser cambiante, está atravesada por una enorme variedad de situaciones coyunturales. Está recorrida por contradicciones internas, por problemas de coordinación y articulación de intereses entre diferentes fracciones del capital, por las ambiciones políticas individuales y muchos otros factores. 

De lo que se trata no es de una voluntad siempre igual a sí misma. Se trata de una concepción del mundo. Como todas las concepciones del mundo la cosmogonía capitalista se sostiene en un mito fundante. Marx lo llama “mito de la acumulación primitiva”. Había una vez una sociedad humana que se dividía en dos: una élite laboriosa, inteligente y de costumbres frugales y, del otro, una multitud de atorrantes que se dedicaban a la juerga y derrochaban sistemáticamente todos sus bienes. De ahí nace la miseria de la multitud y la riqueza de los menos (la cita, obviamente, no es textual). El capital es el hijo del mérito. La miseria es el castigo eterno de los perezosos. Esa es la madre de todas las fake news.

Nadie dice hoy estas cosas de modo explícito.  Los mitos no se dicen, los mitos son lo que está implícito, lo que está por detrás, sobreentendido, en todo lo que se dice. Si alguien dice, por ejemplo, no hay que cobrarles impuestos especiales a los multimillonarios porque eso “debilita la economía” al castigar a los sectores más exitosos, que son los más productivos, está claro que está diciendo eso mismo sin decirlo. De ese mito fundante se desprende toda la cadena propagandística. Veamos: “en lugar de sacarle a los ricos hay que sacarle a “la política”. ¿Por qué? Porque la política es la carrera de los vagos que en lugar de aprender a agrandar la riqueza de la nación se dedican a apropiarse de esa riqueza por medio de la corrupción estatal.  ¿Y cómo hacen para llegar a un lugar desde el que puedan perpetrar esa injusta apropiación?. Muy fácil: hacen demagogia entre los pobres (es decir entre los condenados por el “pecado económico original”). Les dicen, por ejemplo, que pueden tener un celular de última gama. Y además construyen clientelas –obviamente corruptas- que se mueven para ayudar al patrón político corrupto a alcanzar posiciones de cercanía con los recursos estatales. Y entonces, ¿para qué sostenemos un estado que les saca a los ricos para darle a “los que no quieren laburar”? Bueno, este estado es corrupto porque gasta plata en los pobres y de esa plata se alimentan los políticos, pero hay un estado ideal. Es un estado mínimo. Se dedica a patrullar las calles (o a hacer guardia en los barrios privados) para evitar que las clases exitosas sean avasalladas por los miserables. Del resto de las tareas debe retirarse al estado: la mejor educación es la privada y está muy bien que sean los privados los que se ocupen de la salud, la energía eléctrica, el gas, las comunicaciones, la limpieza, en fin de todo, porque las empresas (si son extranjeras mejor) saben administrar y no permiten la vagancia ni la corrupción.
 

Por eso es bueno saber que Marx no dejó la pelota picando. Hizo un profundo trabajo de investigación histórico sobre el origen de las riquezas modernas (“acumulación primitiva del capital”, la llamó). Cerró esa investigación con el siguiente dictamen“el capital vino al mundo sudando sangre y fango por todos los poros”. Si se toma en serio esa teoría y esa investigación no puede sino concluirse que la acumulación del capital es el producto de una victoria política de la clase empresaria “original” y que cada etapa del capitalismo es una forma de una victoria también política. Porque son los estados los agentes principales de esa acumulación. Son los que “despejaron” el campo de sus campesinos para ocuparlo con el capital. Legislaron a favor de la nueva clase de hombres probos y virtuosos y persiguieron a la lacra de los atrasados y perezosos. Hicieron y hacen las guerras que sean necesarias para avanzar sobre “el desierto”, es decir contra las poblaciones que no entienden ni comparten el juego del capital. 

Cuando en los años noventa la palabra “globalización” pasó a ocupar el lugar fundamental de cualquier discurso político, se recicló el mito fundante del capital. Por fin, el mundo se había convertido en una gran empresa “global”. Se habían terminado las intervenciones estatales en la economía, las mismas que fueron necesarias en los tiempos de la guerra fría contra el comunismo y contra las naciones “atrasadas”. El capital “liberado” traería el progreso indefinido. No el progreso de la igualdad,  justamente lo contrario. Para ser próspero el mundo se tiene que olvidar de la igualdad. Si el mundo es más igual, hay que olvidarse de los emprendedores y sobreviene la chatura y la falta de iniciativa individual. Cuanto más desigual sea el mundo menos miseria habrá porque los más pobres entre los pobres recibirán lo que “derrame” de la riqueza universal; no serán iguales pero habrá oenegés que se encargarán de que no se mueran de hambre por medio de “políticas focalizadas”. 

Si se mira con atención, se notará que esta cosmovisión es predominante en el mundo. Y también se notará que esta cosmovisión es la que está en la base de las guerras imperiales (la “guerra mundial por partes” de la que habla el Papa), de la pavorosa desigualdad de un mundo en el que el 1% de la población se apropia de la inmensa mayoría de los bienes que produce nuestra civilización, del desastre ambiental que amenaza la vida humana en el planeta en tiempos que empiezan a insinuarse cercanos. 

Este es el mundo que está sufriendo la pandemia global. El mundo en el que asistimos a un insólito debate entre el esfuerzo por salvar vidas humanas o para proteger la fuente de las ganancias y los privilegios de ese 1% de la población. Sin embargo, la iniciativa de un tributo de emergencia a las más grandes fortunas de personas radicadas en el país para fortalecer la lucha contra la pandemia suscita escándalo en las grandes cadenas mediáticas de nuestro país, como propagandistas del poder que son. Sin embargo, no se trata de una iniciativa que pueda traer“igualdad”. Es una iniciativa “defensiva” para un estado en el que la pandemia sobreviene después del más intenso despojo de los recursos del estado nacional, perpetrado justamente por los sectores del poder económico local y global más concentrado. 

Mejor que soñar con transformaciones automáticas que vengan a reemplazar el capitalismo por un sistema humano y solidario es poner en acción mecanismos urgentes como el tributo de referencia. Drásticamente no sabemos cómo será el mundo después de la pandemia. Lo que sí podemos imaginar es el tipo de acciones que pueden acercar mejores tiempos para la humanidad. La derecha asusta a su grey con el argumento de que el impuesto desatará una dinámica distributiva y políticamente conflictiva. Si eso es así, es una excelente razón para que desde acá le demos nuestro modesto apoyo y bienvenida.

Fuente: Eldestapeweb